Santiago de Chile muestra, como otras ciudades latinoamericanas, una imagen resplandeciente. A menos de un dólar por dÃa, legiones de obreros les lustran la máscara.
En los barrios altos, se vive como en Miami, se vive en Miami, se miamiza la vida, ropa de plástico, comida de plástico, gente de plástico, mientras los vÃdeos y las computadoras se convierten en las perfectas contraseñas de la felicidad.
Pero cada vez son menos estos chilenos, y cada vez son más los otros chilenos, los subchilenos: la economÃa los maldice, la policÃa los corre y la cultura los niega.
Unos cuantos se hacen mendigos. Burlando las prohibiciones, se las arreglan para asomar bajo el semáforo rojo o en cualquier portal. Hay mendigos de todos los tamaños y colores, enteros y mutilados, sinceros y simulados: algunos en la desesperación total, caminando a la orilla de la locura, y otros luciendo caras retorcidas y manos tembleques por obra de mucho ensayo, profesionales admirables, verdaderos artistas del buen pedir.
En plena dictadura militar, el mejor de los mendigos chilenos era uno que commovÃa diciendo:
- Soy civil.
El libro de los abrazos, Eduardo Galeano
A les micros (busos urbans), sovint hi trobes algú que, acompanyat de la guitarra, amenitza el viatge amb cançons populars amb la finalitat de recollir algun peso. L'altre dia, les paraules finals d'en Pedro, un dels improvisats joglars, em van entendrir:
- Unas palabras, una mirada, una sonrisa..., cualquier cosa menos la indiferensia...
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